El texto aparece expuesto junto a las especies y especias monterogalensis que se exhibirán en La Atómica hasta el 23 de febrero, pero me permito publicarlo aquí para que lo podáis disfrutar todos los que no os podáis acercar hasta allí:
Subiectus Monterogalanensis
Ser o no ser
especie monterogalanensis: esta es la zooilógica cuestión. Si no me creen,
pasen y vean mientras les susurro al oído o les froto la espalda con unas pocas
tremendas palabras sobre la imaginación y la desobediencia.
A un lado
(pajarraquea y mancha cuando lo aparezco), la silueta multiforme de Daniel Montero
Galán, auctor praegnặtus
de este aturullado bestiario. (El latinajo alude a la naturaleza del bicho y a
su avanzado estado de gestación.) Con su acuarela en flor y preñado hasta las
tintas, resulta una ocasión propicia para sacar a pasear, en una espléndida
tournée de creaturas variopintas, “las múltiples posibilidades de ser” (acompañamiento
de voz resonante de Pirandello en el curso de la acción). Salen todas.
Inmediatamente, el
Autor sin su Compañía hace mutis por la izquierda. La Compañía permanece, se
pavonea o hace lo que diablos se desespera que haga una estirpe así en medio de
una sala similar a esta; al tiempo que, del otro lado, irrumpe, inerme,
Cualquiera. Aun siendo yo un subalterno, en este momento puedo alardear de cierto
poder y escojo, para el ejemplo, al espécimen infantil, el infans monterogalanensis.
(De un cariñoso garbilote lo planto delante de la Compañía. El escenario se
ilumina.)
1.
En el Zooilógico
¿De qué modo se
relacionan, aquí dentro, estas dos criaturas, el auctor praegnặtus y el infans
monterogalanensis? En un breve artículo de 1924, ‘Viejos libros infantiles’,
Walter Benjamin cargaba contra “los ridículos monigotes ideados por dibujantes
poco sutiles que creen interpretar al niño.” Y afinaba a continuación la
demanda del niño, “quien exige del adulto una representación clara y
comprensible, no infantil; y menos aún quiere lo que este suele considerar como
tal.”
Estas indicaciones
de Benjamin me van a permitir hablar del reglamento básico del Zooilógico
Montero Galán. Porque es sabido que a los animales no se les debe echar nunca
comida y, sin embargo, apenas se suele comentar nada del procedimiento a seguir
tras el arriesgado vínculo que se establece con ellos.
Esto ocurre por
algo que tiene que ver con el secreto, todavía más entre animales ilógicos. En
efecto, lo que es habitual y tendente al éxito en el campo de la ilustración se
manifiesta en su doble acceso, ayer como hoy: el “medio deshonesto de las modas
del día” o el de la interpretación vertical, clasista y normativa; pero hay
otro portón, aunque abatible más pobretón o precario, donde la imaginación se
muestra, antes bien, indecorosa o radicalmente ética: el de la comunicación
cara a cara, sin mediación lucrativa, moralizante o pedagógica, entre el auctor
praegnặtus y el
infans monterogalanensis de nuestro caso. En un espacio de expresión recíproca
como este zooilógico, no hay interpretación sin contagio, ni novedad que no sea
mutua y repetidamente venidera. Pues lo imprevisible de la especie monterogalanenesis
es, a su vez, una vuelta de tuerca más al secreto de su naturaleza.
Cautivar la
naturaleza pudo servir, curiosamente, como lema para el que fue el gran proyecto
ilustrado: lograr una naturaleza a imagen y semejanza de la Razón y sus
modales. Justo por eso había que “convertir al niño, el ser natural por
excelencia, en el hombre más piadoso, mejor y más sociable por medio de la
educación.” Esta pedagogía artificial encuentra en Kant su representación más
potente cuando propone al hombre la tarea de salir de su estado de minoría de
edad y hacerse grande. La emancipación, la osada aventura de pensar por uno
mismo, se pobló entonces de formadores y expertos en los procesos de
emancipación infantil (lo que el Jacotot de Rancière llama “explicadores”).
Solo que el niño y la niña son demasiado naturales y desconsoladamente ilógicos
como para poder plegar tanto tantísimo sus alitas o recortarse tan atrozmente
sus uñas, sus picos o sus bigotes; por eso comprenden desde el principio la
gravedad de su situación y por eso conspiran, pactan en secreto, admiten la
convención de lo real para no perder un segundo en ser sorpresivamente
industriosos y escaparse.
2.
Gráciles y contrahechos
Pero ¡qué familia
rara es la especie monterogalanensis! No pierdan detalle. ¿Qué ven? (Ahora
deberían levantar de nuevo la vista antes de mi última licencia.)
Les diré lo que yo
veo para que puedan apartarse de mí a conciencia. Seres gráciles y
contrahechos. Gráciles incluso los más orondos, porque no hay en ellos asomo de
pesantez ni pedantería ni conclusión alguna. Los veo auténticos, enfrascados en
ser lo que son y en advertir todo lo que pueden llegar a ser. Les da igual que
el mundo les sea o no apto: esa es su ligera gravedad. Y seres contrahechos,
porque nacen torcidos (o abombados o espirados) y a la contra: nacen
tercamente, o mejor, sobreviven, viven sobre sus posibilidades y las de otro,
apuntan por encima de ellas. ¿Seres naturales, decíamos? ¡Mentira, mentira!
Porque comparten una comunidad de sentido y la hacen estallar y la recrean de
nuevo una y mil veces. Son fieles a su creación: son éticos, son maestros. Por
eso me recuerdan al hombrecillo de Paul Klee, “nacido con una sola ala de
ángel” y que “no cesa de hacer intentos de volar. El que se rompa brazos y
piernas no le impide seguir siendo fiel a la idea de volar.” Porque son una
tentativa absoluta e infantil, festiva y decisiva.
Francisco Amoraga.
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